EL RINCÓN DE CERVANTES
CUARENTENA COFRADE
POR JUAN LUIS MARTÍN GARCÍA
Inimaginable ni en los peores augurios. Inconcebible ni en las más nefastas previsiones. En el 2020 a todos aquellos que nos enmudece y nos pone la piel de gallina el universo cofrade, absolutamente todo nos cogió por sorpresa. Y acatamos la sentencia. No cabía recurso ni apelación posibles. Como único consuelo, que a todo el mundo le sucedió lo mismo porque estábamos confinados en nuestros domicilios, los cuales se convirtieron en auténticos búnkeres impenetrables colmados de hermetismo y devoción por iguales.
Tuvimos que hacer de tripas corazón y aguantar el tirón como se sostiene el resuello en costero antes de una arrancá. No quedaba otra. No había elección. No existía otra opción. La solemne decepción podía equipararse a la desilusión con la que las inclemencias meteorológicas impiden el devenir procesional de cualquier Cofradía y que, tras océanos de lágrimas, se supera con un simple “Será para el año que viene”, esperando que fuera ésta la mejor de las penitencias impuestas.
Demasiadas esperanzas depositadas en el ser humano. Excesivas muestras de optimismo en el único ser que tropieza dos (e incluso más) veces con la misma piedra aunque procure evitar el camino pedregoso. Especulábamos con que el año 2021 nos traería presentimientos más positivos pero la triste realidad es que una vez consumido el mismo (habiéndose engullido y llevado por delante otra vez la Semana Grande) estábamos en el punto de inicio de la partida otra vez. Para más INRI si me permiten la expresión que viene como anillo al dedo en este contexto de pesimismo cofradiero.
La pandemia impidió, nuevamente, disfrutar de los aromas típicos de los naranjos en flor y del incansable incensario que inicia el cortejo de la Estación de Penitencia, de la cera quemada y de las piñas de flores que engalanan los Palios y los pasos de misterio, del sudor del costalero en su eterna promesa de sacrificio, esfuerzo y disfrute bajo las trabajaderas amigas…
El coronavirus volvió a truncar el deleite de los sabores característicos de estas fechas: torrijas, tortas de hornazo, habas enzapatás…Todo ha sabido menos dulce de lo de antaño y costumbre. Todo ha tenido un regusto amargo con un ápice de sinsabor.
El Covid-19 retrasó en demasía los sonidos del martillo a golpe del Capataz, el tenaz racheo de las cuadrillas convertido en los pies de sus Santísimos Titulares, el eterno silencio en la estrechez de la senda que se transforma en ovación en la propia dificultad del trabajo sordo del costal en la perpetua revirá que los acerca a sus respectivos Templos.
Se silenció la voz del boquilla dando la orden para arrancar con el izquierdo y hubo que amordazar los acordes de las cornetas y tambores, así como los sones del oboe, el clarinete y el fagot. Se aletargaron para una mejor ocasión venidera los aplausos de la muchedumbre observadora ante la última levantá al cielo y se dejó sin romper el silencio que precede a la desgarradora saeta.
Se guardó a buen recaudo el roce pausado y suave de las bambalinas sobre los varales y el tacto delicado del terciopelo de las caídas. Se tuvo que olvidar el contacto continuo entre el gentío expectante cuando no era digna de aparecer la distancia social de seguridad que nos ha estado persiguiendo todo este tiempo, la cual nos ha impedido abrazarnos y besarnos.
Nos cegaron la oportunidad de apreciar las miradas furtivas a través de las exiguas ranuras que el capirote del nazareno desvela ni el ensimismamiento que dispensa la devoción convertida en lágrimas al quedar petrificado ante la imagen de su veneración.
Se nos privó de tantas cosas (fundamentalmente millones de vidas) que ya nada puede sorprendernos. Ojalá haya servido tanta penuria y desdicha para enmendar nuestros pecados como especie. Quizás, todo vaya a mejor aunque la procesión vaya por dentro.