La Cuesta de Enero

OPINIÓN

LA CUESTA DE ENERO

 Por Juan Luis Martín García

Siempre me he preguntado si no tenemos la concepción equivocada acerca de la famosa cuesta de enero que impera en el sistema capitalista que nos domina como ingenuas marionetas. Tal llega a ser la magnitud de ese poder de atracción con el gasto y el derroche económicos que podemos llegar a un punto (de no retorno en muchos casos) donde nos convertimos en auténticos seres consumistas a los que desde que apuramos la última porción del roscón de Reyes y vislumbramos el gélido pero efímero mes de Febrero, se nos transmuta en unos verdaderos kilómetros agónicos de una maratón el tramo final del primer mes del calendario.

Suponemos que ese desnivel ficticio que aprieta los bolsillos y los cinturones se trata de una ardua pendiente digna de las mejores rampas del mítico puerto de montaña transalpino del Mortirolo o de nuestro Angliru asturiano, que siempre pica hacia arriba, sin apenas descanso en el que insuflar una bocanada de aire alentador que te permita pedalear ante pronunciados repechos y donde se aprecia una desconsolada falta de resuello en cada fatídica curva. Pero igual estamos conjeturando de manera errónea.

Porque esa inclinación puede resultar ser una pendiente de bajada. Los descensos, en ciertas condiciones, pueden resultar mucho más peligrosos y fatídicos que las temibles subidas. Y no únicamente me refiero en el argot ciclista.

Y es que resulta que podemos estar acercándonos hacia el final de una pronunciada pendiente cuesta abajo que desemboque en un aciago abismo, un oscuro precipicio cuya profundidad puede llegar a asustarnos. Evidentemente, estoy hablando en términos metafóricos para expresar nuestra caída en valores. Nuestra decadencia como especie. Nuestra ruina como colectividad social. Nuestro ocaso como seres humanos.

Resulta que cada año cuando llega el periodo navideño, quizás, sólo quizás, tengamos el propósito de tener más calidad como persona. Que nuestro paso por la vida tenga un alcance reconfortante como individuo. Pero es alumbrarse las calles de las ciudades y engalanarse los balcones y los interiores de las casas con árboles o belenes que perdemos el verdadero espíritu navideño (tal vez porque ni siquiera lo tengamos) y nos invade el virus del consumismo. 

Se trata de un proceso infeccioso de tal magnitud que nos provoca una ceguera transitoria que sólo nos permite ver en el radio aproximado de nuestro entorno más cercano. Nunca más allá. Y así, nos convertimos en seres egoístas que obviamos lo duro y crudo que puede resultar la Navidad para personas que no tienen un techo para combatir las inclemencias meteorológicas de esas fechas con bajas temperaturas, lluvia e incluso temporales de nieve y que no tienen nada que llevarse a la boca mientras nosotros desperdiciamos toneladas de comida en unas copiosas y ostentosas cenas familiares.

Por todo ello envidio a la gente anónima. Personas silenciosas que con sus actos y actitudes nos abofetean sin mano en el rostro dejando en el mismo la huella marcada de la insensibilidad y el sonido estridente de la cruda realidad. Mujeres y hombres que de manera voluntaria y altruista colaboran en albergues y entidades sociales que en días tan señalados arropan los sueños congelados de quienes habitan a la intemperie, proporcionándoles un sustento alimenticio con el que afrontar su perenne hambruna y su desnutrición y haciéndoles llegar una sonrisa amable, un afable gesto de cariño.

Tampoco nos acordamos de los millones de niños que no tienen la inmensa suerte de recibir en la mágica noche de Reyes un regalo (por insignificante que sea) con el que jugar y nos empeñamos en atiborrar a nuestra descendencia de decenas de juguetes que en la mayoría de los casos no necesitan, ni les gustan o atraen y que se pueden llevar todo el año guardados almacenando polvo sin ser abiertos ni aprovechados para el fin con el que fueron creados: ser disfrutados. No seamos reacios a ofrecer ese excedente de cupo y pongámoslo en las mejores manos: en la de esos menores a los que le brillarán los ojos e incluso se emocionarán cuando se les hagan llegar lo que tanto tiempo habían estado soñando e imaginando. Seguro que nos lo agradecerán.

Para no ser engullido por esa fosa en la que esta particular cuesta de enero desemboca voy a procurar para este año 2022 marcarme el propósito individual de ser mejor persona que es lo que el mundo precisa a marchas forzadas. Procuraré ser más empático con el prójimo. Así que invertiré en futuro porque nunca se sabe a ciencia cierta si algún día vamos a  requerir muestras de ayuda y atención.

5/5

El Rincón de Cervantes

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